






















Desde sus inicios, la fotografía —que nos permite, además de consumidores, ser productores de imágenes— se definió como una forma expresiva que trascendía el mero testimonio de la realidad para convertirse en realización artística: el fotógrafo no sólo participaba como el simple operador de una máquina, sino que atraía sobre la primitiva placa su concepción del arte y su personalidad; su propia mirada, en definitiva.
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